Ella es la chica sin bandera, sin más patria que el siguiente escalón de su escalera, y por nación el espíritu luchador de su corazón.
La que no llora por miedo a naufragar y en la piel tiene grabada a fuego la palabra libertad. Esa que te alegra el día con su mal humor, que no entiende de credos ni hace caso a ningún Dios, aunque hoy en día, al único que se le puede hacer caso es al tiempo que marchita en el reloj.
Ella es aquella chica que te roba la vergüenza cuando suena esa canción de Los Suaves. Es de las que se bebe una copa, una tras otra, hasta acabar bailando con las farolas y jugando con la olas en pleno centro de Madrid.
La que piensa en alto, protesta a gritos y reivindica en las paredes.
Ella vuelve cuerda a la locura, y esquizofrénica a la rutina. Hace que los años luz se rompan en segundos, cada día le escupe en la cara a la muerte y pide que alguien le mate a golpes, de suerte.
Es de las que hace a un suicida abrazar la vida tan fuerte que no se le ocurriría soltarla jamás. De las que se levanta con las ideas revueltas y los problemas corridos debajo de los ojos.
Ella es de las que piensan que:
Del amor al odio hay una gran muralla visiblemente infranqueable; y del odio al amor un simple línea dibujada con tiza blanca, sin embargo, es más fácil derrumbar la muralla infranqueable que borrar la línea de tiza blanca.
Y es que ella es filosóficamente inestable, moralmente irrevocable, un enigma con piernas y mirada entrañable.
Fuerza en su interior, puño en alto en el exterior, en sus ojos, el rugido estridente del león, en sus labios, nace una revolución.
Sus manos manchadas de justicia detrás de las barricadas, y es que era preciosa, preciosamente combativa.
Ella es la chica que se echa carreras con la Luna en la canción de Extremoduro, la culpable de los versos más amargos de Sabina y la de los besos compartidos de Maná.
Su sonrisa es el motivo por el que seguir la estela de caídas que nos abarca las tardes de lluvia y soledad.
Ella es la forma que tiene la vida de decir:
¡Qué bello es vivir!

