-Me senté al lado de la chimenea, el calor que desprendía hacía más llevadera la fría tarde de otoño. Las doradas hojas se posaban en el suelo para dormir. Mis pupilas se clavaban en el fuego, intentado engañar a mi cabeza, pero pronto mi cerebro reaccionaba y se revelaba contra mi; haciendo así recordar todo. Las primeras palabras, los más pequeños detalles, la primera guerra, la última tregua...El último adiós. Me tumbé en la extensa alfombra, mirando el techo con ojos vacíos. Rememorando aquellas tardes cuando nos íbamos al barranco, sentados, apoyaba mi cabeza en tu hombro, mientras que los últimos exiguos de luz se refugiaban en el horizonte, las olas rompían con fuerza en las rocas y los granos de la fina arena corrían de un lado a otro dando vueltas. Tu dedo recorría mi espalda dibujando mariposas, justo las que sentía yo en aquel momento.
Volví a la realidad, el cielo ya estaba anaranjado y los pájaros entonaban su último canto. Fui a por una taza de chocolate caliente, necesitaba endulzar aquella amarga tarde. En frente de una de nuestras últimas fotos, la cual tenia que guardar ya, empecé a soñar despierta con uno de nuestros últimos buenos momentos. Me acompañabas a casa, como cada viernes por la noche. Descansábamos en el mismo banco de piedra de siempre, en aquel pequeño parque. En frente de la fuente a la cual tirábamos piedrecillas intentando matar el tiempo hasta que, como siempre, yo te tiraba una y salía corriendo. Tú me perseguías por todos lados, yo hacía como que no quería que me atrapases,pero en realidad lo estaba deseando. Cuando me pillabas me cogías a la altura de mi cintura, acariciando mis caderas. Te acercabas, nuestras sonrisas hablaban y los besos jugaban a perderse mutuamente en nuestros labios.
Desperté y volví al presente, con mal sabor de boca pese a la bebida que me estaba tomando. Agarré la almohada con fuerza, pues sabía que venía la escena final, cuando el telón bajó y nadie aplaudió. Mirando la última flor que me dedicaste, ya seca, me comenzó a venir todo. Esa tarde oscura te confesé aquello, mirándote a los ojos, negros como el carbón los cuales ya no brillaban ahora me miraban con rabia. Empezamos una batalla de palabras, que se clavaban como puñales. Te miraba, llorando sin comprender nada. En ese momento todo se apagó, tu sonrisa ya no venía a verme, tus caricias se esfumaron y tu voz ya la olvidé.
Y es ahí cuando comprendes que de los engaños y las emociones se crea una falsa realidad...
Una dulce mentira.

No hay comentarios:
Publicar un comentario