Vivimos el día a día como si fuera un calco del anterior, de aquí para allá, sin tiempo a penas para reírle a la mañana y soñarle a la noche.
Nos guiamos por los puntos cardinales de aspiraciones fracasadas, tatuados por "el paso del tiempo" y rotos por el correr de las agujas del reloj que, a veces, nos ata de pies y manos y nos deja sin respiración; inertes.
Sufrimos por un futuro que aún no ha llegado, sin darnos cuenta de que el presente que "vivimos" se está muriendo en un pasado que, jamás regresará.
Vivimos en general, siempre con esa espinita clavada dentro del "qué dirán". Balanceándonos entre el "algún día" y el "ojalá". La revolución que nos nace en las entrañas y espera la primavera para florecer, la han disuelto los antidisturbios del miedo y el pudor.
Las arrugas son de vejez y pocas de felicidad.
Nos hemos hemos estancado en la apertura de una canción, en el índice de un libro, en una cuesta de enero sin previsión de bajada, en una madrugada indiferente y callada.
Vivimos para morir, sin percibir la esencia de la vida, con la sonrisa cosida y las lágrimas de plástico.
Los estereotipos y prejuicios nos corroen la piel, hasta dejarnos en los huesos que, al final se volverán ceniza, ansiando esa libertad que en vida se vio negada.
¿De verdad queremos vivir así?
Yo, no sé cuál es la fórmula de la felicidad, tampoco estoy segura de que exista tal fórmula. Lo único que sé es que, por lo menos, para pisarle los pies a la felicidad, primero, hay que enamorarse de la vida.
